¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué fue lo que provocó eso? ¿Cómo perderse a semejante punto? Era nuestro camino. Habíamos hecho todo para ser los primeros, los líderes. Lo habíamos querido todo, pensado todo, calculado todo. Todo estaba reflexionado. Nada escapaba al plan. Pero, ¿qué plan? Todo debía progresar, todo debía crecer, acumularse, abundar, proliferar y prosperar.
Nuestra inteligencia era nuestra fuerza. Funcionaba a la perfección, como un relojito. Nos habíamos vuelto “maestros y poseedores de la naturaleza”. Lo habíamos reflexionado todo, ¿Pero qué voz estábamos escuchando? Seguramente, la voz la más dulce a nuestros oídos, la que nos decía que éramos los más fuertes, que éramos diferentes, que teníamos un poder que los demás no tenían: la razón. Pero desconfíen siempre de los que nos halagan porque sólo buscan su propio reflejo en esos halagos. Esa voz seductora era justamente esa: la razón. Es ella la que nos condujo a nuestra desdicha. Como Ulises sin cuerda para resistir a los cantos de las sirenas, nos hemos dejado guiar por la voz de una pequeña razón, minúscula en comparación con las promesas que pretendía que cumpliésemos. ¡Qué estúpidos que fuimos! Lo dejamos todo por ella. Salimos de nuestro ambiente. Cortamos los lazos con nuestras raíces. Al punto que terminamos por sentir una ausencia, a fuerza de olvidar de dónde veníamos.
¿Qué otra vida hubiéramos podido darnos a nosotros mismos si, en lugar de haber escuchado la pequeña voz de la pequeña razón, hubiéramos seguido la gran razón: ¡la del cuerpo!? Hubiéramos elegido la vida. Ahora, nuestros cuerpos se sofocan. Les falta aire. Tosen. Se retuercen, padecen los últimos espasmos de una vida que les va a abandonar. Por más que gritemos, nos quedamos fuera de soplo, mudos, con el único arrepentimiento del recuerdo de haber estado vivo.
Pero como todos los chicos maleducados, tenemos esta suerte de ser amados por nuestras madres. Sólo nos queda la esperanza de que, a pesar de nuestro comportamiento, la madre naturaleza nos ame una última vez para que podamos mostrarle que podemos ser dignos de confianza.
Julie Cloarec-Michaud